¿No podrías, buen Dios, darme la conformidad que diste a
Ricardo?
Nos hicimos amigos años ha en las colas del INEM de
Alcobendas, una ciudad dormitorio en las
afueras de Madrid.
No teníamos nada en común
excepto la indefensión ante un sistema en el que no encajábamos.
Él, Ricardo, era la pura conformidad. Con tal de poder
comer...
Yo era un inconformista soñador, poco práctico. Por tener
buena caligrafía y saber raíces cuadradas me habían dado una suplencia de dieciocho meses como
facturista de un gran hotel. Hablé más de la cuenta, se enteraron de que sabía
algo de inglés, me ofrecieron el oro y el moro para el futuro a cambio de,,
fuera de mis diez horas de facturista con un sueldo de miseria, hacer cuatro
horas de lunes a viernes como “trainning”-es decir, trabajar gratis para
aprender-en Recepción., y ahora el futuro era la percepción del subsidio de
desempleo por nueve meses. Las penurias me trajeron a la pensión de la
Fuencisla en Alcobendas. Compartía mi cuarto con un peón de albañil natural de
Talamanca del Jarama, buena persona pero borracho y flatulento, así que con lo
delicado que soy yo para los olores...sólo aparecía por la habitación sábados y
domingos, cuando él se iba al pueblo. El resto de los días, para no morirme de
tedio ni de ascos, hacía un “trainning”
de furgonetero con Pep el Valenciano, mi
compañero de la mili con el que me encontré inesperadamente después de diez
años. Pep también vivía en Alcobendas, estaba casado y tenía dos hijos de corta
edad. Pep era repartidor de una fábrica
de pinturas. Su jefe le despidió al
ayudante, para ahorrar dinero, pero el trabajo seguía siendo el mismo, así que
siempre andaba con agobios. Gracias a mí, solucionó el problema. A cambio
encontré dónde comer, dónde dormir, dónde ducharme...sin abusar, claro.
Cada dos por tres me llamaban del INEM. En los trabajos me
ofrecía barato, pero nadie me quería. Sin embargo, no me espabilaba.
¡Con la preparación que
Vd. tiene...!, me lisonjeaban los empleados del INEM.
A Ricardo nadie le llamaba. Sólo iba a fichar para tener
derecho a la asistencia sanitaria. Y a ofrecerse, pero tranquilo, con calma.
-Yo trabajo en lo que sea. No se me caen los anillos...era
el lema de Ricardo.
Ricardo vivía, aparte de su pequeña paga de la Ayuda Social, de
recoger los cartones antes de que pasase el camión de la basura. Los vecinos le
regalaban ropas-era cómico verle tan estrafalario con zapatillas de deporte,
pantalón vaquero de jovencito, rebeca de señora y boina de paleto, con sus
ojitos pícaros detrás de un bigote a lo Chaplin-e incluso comida cuando les
hacía algún recado.
Vivía en la planta
baja de un viejo edificio de adobes, recuerdo de una Alcobendas rural en la que
su padre había sido el último ovejero. Una inmobiliaria acababa de “jubilar” a
su padre por cuatro pesetas a cambio del descampado que servía de majada. La
vieja casa de adobes estaba en situación de espera...esperando la expropiación.
-A lo mejor nos dan algo que valga, decía Ricardo. Y si no,
a resignarse, que para eso “semos” pobres. En la taberna del Maroto, en los
bajos de la pensión, tomamos más de un vino juntos. Ricardo se animaba. Yo me
deprimía.
-Más vale ser tonto en este mundo, decía la Fuencisla. Ahí
tenéis al Ricardo, qué suerte con las mujeres. ¡Y decir que los tiones de Cuellar, mi pueblo, no se jalan una rosca
, y tienen fincas, y dinero en el banco!
Yo miraba hacia el suelo cuando Fuencisla hablaba. Porque
yo...facturista chulo, podía decir que era intérprete traductor. Si
furgonetero, podría hacer creer que era dueño de una autoescuela...y no tenía
carné. No tenía piso, coche, dinero. Nada de nada.
¿Y Ricardo?. Siempre tenía alguna mujer con él. Más o menos tonta, pero le servía.
La última época que nos vimos, antes de que yo me perdiese
en la cárcel del mundo y de la tristeza, Ricardo tenía de compañera a una
gordita de unos treinta años, él andaba por los cuarenta, y con ellos vivía la
madre de la gordita, de unos sesenta años y de aspecto zarrapastroso.
De repente, la gordita dejó de acompañar a Ricardo. Parece
que se había ido con un antiguo amante.
Al cabo de un mes, Luis el camionero le dijo:
-Ricardo. Traigo un recado para ti de tu mujer. La vi en
la Plaza de Castilla y se arrepiente de lo que te hizo. Te pide perdón y quiere
volver contigo. Que le lleve el recado el lunes. ¿Qué le digo?.
-Dile que no la
necesito para nada. Con su madre me arreglo de sobra. Y Ricardo, tan contento,
volvió a empinar el codo.