Las grandes voces que querían ahogar sollozos que
avergonzarían a un hombre de aquella impronta, retumbaron en ambas vertientes
del valle.
Un asustado José Manuel no daba crédito a lo que ocurría,
conforme su padre se acercaba hacia él lentamente, con los brazos abiertos,
gritando, mirando al cielo, imprecando a Dios y a los dioses.
Su padre era para él el hombre más poderoso sobre la tierra
y acababan de convertirlo en un guiñapo.
Todo cambiaría para peor.
Todo, por culpa de Crispín Martín Ingelmo, charro de ley,
castellano de pura y noble sangre cristiana.
La Reguera de Afuera, desgajada de La Reguera de En medio
por expropiaciones camineras y por trueques y dotes de matrimonios endogámicos, había estado de barbecho el
último año.
Gaspar, exsargento de
Caballería con querencias de requeté,
franquista convencido, ganadero ahora por mor de las conveniencias familiares y
amorosas, repartía estiércol para iniciar la sementera.
José Manuel
colaboraba sujetando la yunta mientras su padre descargaba el carro, un
montón cada diez metros.
De pronto , se desató la tragedia: un tábano picó a la
Gallarda y el poderoso animal, espoleado, arrastró consigo a la Pinta, al carro
y al joven boyero que se aferraba al yugo.
¡Me en…….!.!Gallarda, Pinta!. ¡Me en….!
Gaspar arrancó de la mano de José Manuel la vara, de un
manotazo lo envió lejos, se puso delante
de las vacas, les golpeó los morros con furia, y siguió blasfemando.
José Manuel se asustó mucho: las vacas retrocedían y por un instante pensó que todos acabarían
al fondo del valle, en el Regueirón.
Gaspar consiguió
frenar al fin el retroceso, y hábilmente aguijoneó con furia a las vacas
,que volvieron a avanzar hasta el montón
aún incompleto.
José Manuel respiró tranquilo conforme su padre cuadraba a
la yunta, sin imaginar que lo peor estaba por llegar, no porque carro y vacas
rodasen valle abajo, sino porque a su padre la perdición le vendría de lo que
más quería y admiraba: el nacionalcatolicismo hispano.
¡Quietas, vacas!. ¡ Me
cago en….!.
¡Venga, inútil!. ¡Espabila!, y le devolvió la aguijada al
pobre José Manuel.
-¡Eh, usted.! ¡Venga aquí!, gritó alguien.
En la curva de la carretera, a cien metros, apareció la
pareja de la guardia civil y el temido Eulalio llamó a Gaspar para reconvenirle
por las blasfemias que acababa de oír.
Eulalio había sido trasladado al cuarte de Las Navas desde
Las Canteronas , a cien kilómetros, tras una huelga de canteros y dinamiteros.
El ya cincuentón guardia primero se jactaba de haber
derribado, uno por uno y de una sola bofetada, a ocho grandullones mineros y
dinamiteros blasfemadores, y de multarles con mil pesetas por barba, que
pagaron todos en el acto, y además agradecidos porque la cosa no pasase a
mayores.
¡Tiene Vd. razón, Don Eulalio.!!Hicimos muy mal en
blasfemar.!, completaba el abulense su narración.
Gaspar dejó
tranquilamente el gabacho sobre el carro y se acercó lentamente hacia donde le
esperaban los guardias, en el frontal de la finca.
José Manuel, apoyado
con el codo izquierdo sobre el yugo, y con la mano derecha blandiendo el
garrote, contemplaba el lento caminar de su progenitor.
¡Buenas tardes.!¿Qué desean?, preguntó Gaspar con decisión y
seriedad.
-¡Oiga, está prohibido blasfemar y podría ponerle mil
quinientas pesetas de multa……!
¡Entiendo y respeto las leyes ,Don Eulalio, pero no tuve
otro remedio.!.¿Qué quería, que las vacas y el carro se despeñasen.?
-¡Bueno, sí, pero hay que cumplir las leyes..!.
¡Sí, yo estuve siete
años en el cuartel de San Miguel de
Estella y conozco……….
De repente, el joven Crispín, en su primera semana de
servicio, le arreó un tremendo tortazo a Gaspar, que sólo se tambaleó
ligeramente, y es que aunque no muy alto, era de una gran corpulencia.
Gaspar dio media vuelta y se alejó rugiendo, sollozando,
explicando:! A mí. A un sargento de Franco, que le pase esto…….!
Crispín gritó: ¡ Vuelve aquí inmediatamente, sinvergüenza,
que te voy yo a enseñar.!, pero Eulalio con un gesto lo silenció y, como dando
por válida la lenta huída de Gaspar, dijo:
¡Vuelva a lo suyo, Gaspar, y controle sus nervios….!, y
ambos guardias se alejaron carretera arriba.
José Manuel, asustado por cómo a los pasos lentos hacia él de su padre, se contraponían los
puñetazos lanzados al vacío, las miradas al cielo y a todas y a ninguna parte,
los terribles rugidos entre los que se atisbaban no menos terribles sollozos,
la vergüenza, la humillación que carcomía a su padre, hasta entonces orgulloso,
poderoso, autoritario, y ahora………… se puso nervioso, perdió su timidez y gritó
muy alto:
¡Calla, papá, por favor, que son unos hijos de puta.!
Crispín, siempre al quite, gritó: ¡eh, cuidado ,mocoso, no
te la juegues.!, pero Eulalio volvió a reconvenirle para que se olvidase y
siguiese carretera arriba
.
Mucho tiempo después, José Manuel se enteraría de cómo la
mayor parte de los vecinos de las aldeas a ambos lados del Valle habían
contemplado impávidos unos, asustados muchos, risueños otros, todo lo
acontecido.
Aquellos infelices aldeanos tenían el espíritu de
supervivencia colectiva de los rebaños de bisontes que huyen mientras los leones matan y devoran
a algún ternero, incluso a un ejemplar adulto, cuando fácilmente, si se unieran
varios, podrían no sólo ponerlos en huída, sino incluso matarles.
Quizá tuviesen también la astucia de los vaqueros del Amazonas,
que echan una docena de vacas viejas y moribundas en un punto del río para que
las pirañas se ceben en ellas, y así aprovechan a pasar con el gran rebaño a
una prudencial distancia.
El miedo al león, el miedo a las pirañas, el miedo a
Eulalio. Conviene que algunos mueran para que los demás vivan. Y luego están
los que son cómplices , desde su corazón,
de las injusticias, de las matanzas, de las irregularidades.
¡Trae!, y Gaspar arrebató la aguijada a su asustado hijo.
¡Gallarda, Pinta.!. ¡ Cago en…….! ¡Venga.!. Las vacas, al
sentir el aguijón sobre sus costillares avanzaron unos metros.
¡Quietas.!, gritó Gaspar. Y la yunta se detuvo al oír el
vozarrón, acompañado de un simple gesto con la aguijada.
Eulalio y Crispín se
volvieron desde la distancia, quizá para
percibir nuevas blasfemias, pero al cabo de unos segundos continuaron su
camino, mejor su carretera.
Aún el cuartel no se había motorizado y los guardias eran
los autoestopistas más conocidos. Aunque por la hora que era, quizá se
detendrían a beber algo en la taberna, invitados siempre, y luego tomarían el
autobús comarcal, gratis por supuesto, hasta llegar al cuartel.
Gaspar descargó todo el estiércol en un solo montón, tiró el
gabacho sobre el carro y, esta vez sin ni siquiera hablar, tomó el mando de la
yunta, aguijoneó brutalmente a ambas vacas, y les ordenó:!
!Vamos, me…en..!, con
la contradicción lógica de quien maltrata a alguien muy querido y es
recalcitrante con algo por lo que acaba de ser sancionado.
Sanción divina por medio del humano Crispín.
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