domingo, 18 de octubre de 2015

DOS PÁGINAS DE LA ARCADIA PERDIDA


Gaspar, con gesto serio ,duro, diferente, cruzó con yunta y carro la carretera y ascendió a muy rápido el camino hasta la Reguera de Arriba, donde se encontraban el galpón y la residencia familiar.

Un silencioso, lívido y asustado José Manuel trotaba detrás como un perrito miedoso.

Atravesaron la media docena de casas, la mitad del vecindario vivía allí, y sólo Ramona, de noventa años, la abuela de todos, apoyada en su bastón, salió a dar ánimos.

Los demás se escondieron.

“¡Gaspar, si hay Dios ya hará justicia por lo que te hicieron!

¡Permita Dios que en jamás de los jamases natura alguna de la familia de los guardias sea empreñada!”, remató la anciana.

José Manuel se asustó aún más, porque los guardias daban en ese momento el alto al autobús, delante del chigre, a unos cuatrocientos metros, y la situación geográfica permitía que se oyesen las voces.

Ramona había nacido junto al mar. Tenía, pues, el desparpajo de las pescaderas. Y sabía además que por esa especial concesión del machismo sarraceno a las mujeres ancianas, era la única que podía despotricar sin miedo a los bofetones de Eulalio.

¡Dios se lo pague, tía Ramona!, dijo Gaspar entrecortadamente, sin ganas, pero agradeciendo de verdad el que alguien compartiese su dolor y además se solidarizase con él soltando una maldición para los verdugos y su estirpe.

En la habitación de Ermelinda, la esposa de Gaspar, la madre de José Manuel, también se oían sollozos.

Al adolescente se le caía el alma, intentaba no llorar.

¡Cago en……!, gritó desesperado Gaspar. ¡Al perro flaco todo se le vuelven pulgas!.

Y es que Ermelinda luchaba contra la muerte.

Ermelinda había sido diagnosticada de cáncer de útero siete años atrás.

Una lucha tremenda, pocos soles y muchas sombras, y, lo más terrible, la pérdida de la fe espontánea, sana, terapéutica, aunque se continuase siendo verdadero católico hispano, en aras de una curación total o al menos de una supervivencia  amplia y más o menos tranquila.

Había que aceptarlo: a Ermelinda no le quedaban más de diez meses.

Quizá la enferma adivinase un” cambio de vida”  cuando dos semanas atrás, y en una de aquellas  “ breves recuperaciones”, le había propuesto a su hijo una caminata.

“¿Por qué no  vienes conmigo a visitar  al Negrito de la capilla de La Collada?, y añadió:

¡Ya verás qué santo más guapo han traído hace unos meses!. ¡ y se puede entrar fácilmente, porque sé dónde guardan la llave!”

Dentro de la tristeza, el muchacho siempre recordaría con paz, con agradecimiento, aquella felicidad tasada, aquel remanso suave entre un río arriba y un río abajo con aguas turbulentas y traidoras.

Para él, aquella tarde en la que acompaño a su madre a ver al Negrito, supuso reconocerse como poseedor de una autoestima y de un afán de superación que creía eran ajenos a su personalidad, y durante aquellas pocas horas consiguió salir un tanto de su depresión crónica,

Conforme su madre, apoyada en el viejo bastón heredado del fundador del caserío, ascendía  el sendero hasta llegar a la carretera local que iba de Los Altos hasta Casares de Allón, José Manuel se sintió viviendo sus felices años infantiles, aunque la felicidad hubiese sido más bien limitada
.
Y es que uno se acostumbra a lo que tiene.

Ya en la carretera, Ermelinda se desplazaba a pasos agigantados, como cuando aún era joven y de piernas largas, aunque ahora su cuerpo  era minúsculo y encorvado.

Era día de labor, y la enferma, repentinamente sana,, mirando  a uno  y a otro lado, comentando cosas que José Manuel  escuchaba con atención, pero sin responder ,sonreía con mirada limpia y alegre
.
El paraje entre La Reguera y La Longa, donde se encontraba  el santuario, al que se accedía por un caminito de medio Kilómetro, era  como una colmena en plena actividad: hombres, vacas, caballos, arados, tractores, en una vorágine donde no resultaría fácil saber quién era el zángano, la reina, las obreras, las flores, la miel….


Al otro lado del Valle del Tendina, cuatro kilómetros de coche ahora, pero sólo setecientos metros para caminantes y ganado de entonces, los prados, siempre húmedos y verdes por la umbría, aparecían repletos de  vacas pastando y  de campesinos de todas las edades comunicándose a voces con los colegas de la parte de La Reguera.
“¡-Eh, Luis de parte de Don Francisco avisa a la señora maestra que el sábado por la mañana vaya con los niños a la catequesis!, gritaba Firmo, el   vistor de San Pedro”.

¡.Eh,Luiis, is, isss, ishh!.....issss-isssss……, el eco ponía en guardia a todo el valle, hasta al cuasi sordo Luis.

¡Sí, Firmo, sí, siiiiiiiiiiiiiiiiii´!, contestaba   el hombre cuando ya más de uno iba a comunicarle lo oído.

Eran secretos a voces, como casi todo por allí.

José Manuel  fue feliz por última y quizá por primera vez en su vida, durante las dos horas y media que emplearon para recorrer los cuatro kilómetros de ida y vuelta, sumado a la media hora de estancia en el pequeño santuario, la charla con la gente conocida, pastores, caminantes ,los que iban a la braña, los que venían al chigre de Los Altos
.
Cuando llegaron al pórtico de la capilla, abierto a la calle y separado  del interior por unos barrotes  de madera en la mitad superior, y de  una pared de piedra en la mitad inferior, Ermelinda se santiguó, hizo un primer rezo y después, tranquilamente, introdujo su mano por entre dos barrotes próximos a la puerta y extrajo una gigantesca llave.

Y al muchacho, pese a ser de suyo inocentón, poco espabilado, le resultaba incomprensible que cerrasen con una llave a la que dejaban en un lugar visible para todos.

Aún muchos años después, cuando los palos de la vida ya le habían espabilado mucho, aunque no lo suficiente, aquella situación le traía recuerdos capaces de poner en máxima actividad las meninges de grandes pensadores, que sin duda concluirían que un pueblo   que cierra y luego deja la llave bastante a mano, considera a la mayoría, se consideran ellos mismos, como estultos e idiotas, ignorando que los pillos pululan por doquier.

Así y todo, José Manuel disfrutaba consigo mismo durante unos segundos al recordar aquello.

Cielo gris y de nubarrones con pequeños claros y alguna estrellita luciente allá a lo lejos, lejos, lejos
.
Ermelinda abrió la puerta con decisión, girando la enorme llave y empujando el amasijo de barrotes desvencijados en forma de cancela, que chirriaban a modo.

Ermelinda depositó la llave en su sitio y se arrodilló, mientras que José Manuel se limitó a santiguarse a la vez que su madre, y luego esperó de pie, apoyado en el soporte de las rejas.

Ermelinda rezó, sollozó, dijo cosas entrecortadas, se calmó tras unos minutos de cierta inquietud, se puso de pie, sacó del bolso del mandil un rosario y una estampa de la Virgen Dolorosa y los pasó por el cuerpo del Negrito, al tiempo que decía: ¡Santo Niño Jesús Negrito, tú nos darás paz y salud, aquí y ahora!
.
José Manuel tuvo una extraña sensación: su madre, a la vez que oraba como devota fiel, parecía dirigirse  en otros términos al Negrito.

Tan  confuso se encontraba que no quiso  corregir  a su madre lo de llamar Niño Jesús Negrito a lo que no era sino una imagen pequeñita y oscura del patrono del santuario, San Tarsicio.
Y es que José Manuel, aunque las circunstancias le obligasen a un receso de dos años, ya llevaba encima dos cursos de fallido postulante dominico.
Fallido como en otras muchas cosas, porque un sí era un no ,y ya no sabía si los frailes le querían para sacerdote, para contable o para sacristán.
El muchacho aún no había oído o leído nada sobre el Sincretismo.
Sólo que su madre le había contado un par de veces una historia extraña y pavorosa
Ocurrió antes de que naciese él, el benjamín, cuando su madre y sus tres  vástagos ya vivientes, sentada en La Reguera de En medio con la hermana pequeña, la anterior a José Manuel en las rodillas, mientras el hermano y la hermana mayores jugueteaban por el prado, había tenido una visión extraña y preocupante.



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