Gaspar, con gesto serio ,duro, diferente, cruzó con yunta y
carro la carretera y ascendió a muy rápido el camino hasta la Reguera de
Arriba, donde se encontraban el galpón y la residencia familiar.
Un silencioso, lívido y asustado José Manuel trotaba detrás
como un perrito miedoso.
Atravesaron la media docena de casas, la mitad del
vecindario vivía allí, y sólo Ramona, de noventa años, la abuela de todos,
apoyada en su bastón, salió a dar ánimos.
Los demás se escondieron.
“¡Gaspar, si hay Dios ya hará justicia por lo que te
hicieron!
¡Permita Dios que en jamás de los jamases natura alguna de
la familia de los guardias sea empreñada!”, remató la anciana.
José Manuel se asustó aún más, porque los guardias daban en
ese momento el alto al autobús, delante del chigre, a unos cuatrocientos
metros, y la situación geográfica permitía que se oyesen las voces.
Ramona había nacido junto al mar. Tenía, pues, el desparpajo
de las pescaderas. Y sabía además que por esa especial concesión del machismo
sarraceno a las mujeres ancianas, era la única que podía despotricar sin miedo
a los bofetones de Eulalio.
¡Dios se lo pague, tía Ramona!, dijo Gaspar
entrecortadamente, sin ganas, pero agradeciendo de verdad el que alguien
compartiese su dolor y además se solidarizase con él soltando una maldición
para los verdugos y su estirpe.
En la habitación de Ermelinda, la esposa de Gaspar, la madre
de José Manuel, también se oían sollozos.
Al adolescente se le caía el alma, intentaba no llorar.
¡Cago en……!, gritó desesperado Gaspar. ¡Al perro flaco todo
se le vuelven pulgas!.
Y es que Ermelinda luchaba contra la muerte.
Ermelinda había sido diagnosticada de cáncer de útero siete
años atrás.
Una lucha tremenda, pocos soles y muchas sombras, y, lo más
terrible, la pérdida de la fe espontánea, sana, terapéutica, aunque se
continuase siendo verdadero católico hispano, en aras de una curación total o
al menos de una supervivencia amplia y
más o menos tranquila.
Había que aceptarlo: a Ermelinda no le quedaban más de diez
meses.
Quizá la enferma adivinase un” cambio de vida” cuando dos semanas atrás, y en una de
aquellas “ breves recuperaciones”, le
había propuesto a su hijo una caminata.
“¿Por qué no vienes
conmigo a visitar al Negrito de la
capilla de La Collada?, y añadió:
¡Ya verás qué santo más guapo han traído hace unos meses!. ¡
y se puede entrar fácilmente, porque sé dónde guardan la llave!”
Dentro de la tristeza, el muchacho siempre recordaría con
paz, con agradecimiento, aquella felicidad tasada, aquel remanso suave entre un
río arriba y un río abajo con aguas turbulentas y traidoras.
Para él, aquella tarde en la que acompaño a su madre a ver
al Negrito, supuso reconocerse como poseedor de una autoestima y de un afán de
superación que creía eran ajenos a su personalidad, y durante aquellas pocas
horas consiguió salir un tanto de su depresión crónica,
Conforme su madre, apoyada en el viejo bastón heredado del
fundador del caserío, ascendía el
sendero hasta llegar a la carretera local que iba de Los Altos hasta Casares de
Allón, José Manuel se sintió viviendo sus felices años infantiles, aunque la
felicidad hubiese sido más bien limitada
.
Y es que uno se acostumbra a lo que tiene.
Ya en la carretera, Ermelinda se desplazaba a pasos
agigantados, como cuando aún era joven y de piernas largas, aunque ahora su
cuerpo era minúsculo y encorvado.
Era día de labor, y la enferma, repentinamente sana,,
mirando a uno y a otro lado, comentando cosas que José
Manuel escuchaba con atención, pero sin
responder ,sonreía con mirada limpia y alegre
.
El paraje entre La Reguera y La Longa, donde se
encontraba el santuario, al que se
accedía por un caminito de medio Kilómetro, era
como una colmena en plena actividad: hombres, vacas, caballos, arados,
tractores, en una vorágine donde no resultaría fácil saber quién era el
zángano, la reina, las obreras, las flores, la miel….
Al otro lado del Valle del Tendina, cuatro kilómetros de
coche ahora, pero sólo setecientos metros para caminantes y ganado de entonces,
los prados, siempre húmedos y verdes por la umbría, aparecían repletos de vacas pastando y de campesinos de todas las edades
comunicándose a voces con los colegas de la parte de La Reguera.
“¡-Eh, Luis de parte de Don Francisco avisa a la señora
maestra que el sábado por la mañana vaya con los niños a la catequesis!,
gritaba Firmo, el vistor de San Pedro”.
¡.Eh,Luiis, is, isss, ishh!.....issss-isssss……, el eco ponía
en guardia a todo el valle, hasta al cuasi sordo Luis.
¡Sí, Firmo, sí, siiiiiiiiiiiiiiiiii´!, contestaba el hombre cuando ya más de uno iba a
comunicarle lo oído.
Eran secretos a voces, como casi todo por allí.
José Manuel fue feliz
por última y quizá por primera vez en su vida, durante las dos horas y media
que emplearon para recorrer los cuatro kilómetros de ida y vuelta, sumado a la
media hora de estancia en el pequeño santuario, la charla con la gente
conocida, pastores, caminantes ,los que iban a la braña, los que venían al
chigre de Los Altos
.
Cuando llegaron al pórtico de la capilla, abierto a la calle
y separado del interior por unos
barrotes de madera en la mitad superior,
y de una pared de piedra en la mitad
inferior, Ermelinda se santiguó, hizo un primer rezo y después, tranquilamente,
introdujo su mano por entre dos barrotes próximos a la puerta y extrajo una
gigantesca llave.
Y al muchacho, pese a ser de suyo inocentón, poco
espabilado, le resultaba incomprensible que cerrasen con una llave a la que
dejaban en un lugar visible para todos.
Aún muchos años después, cuando los palos de la vida ya le
habían espabilado mucho, aunque no lo suficiente, aquella situación le traía
recuerdos capaces de poner en máxima actividad las meninges de grandes
pensadores, que sin duda concluirían que un pueblo que cierra y luego deja la llave bastante a
mano, considera a la mayoría, se consideran ellos mismos, como estultos e
idiotas, ignorando que los pillos pululan por doquier.
Así y todo, José Manuel disfrutaba consigo mismo durante
unos segundos al recordar aquello.
Cielo gris y de nubarrones con pequeños claros y alguna
estrellita luciente allá a lo lejos, lejos, lejos
.
Ermelinda abrió la puerta con decisión, girando la enorme
llave y empujando el amasijo de barrotes desvencijados en forma de cancela, que
chirriaban a modo.
Ermelinda depositó la llave en su sitio y se arrodilló,
mientras que José Manuel se limitó a santiguarse a la vez que su madre, y luego
esperó de pie, apoyado en el soporte de las rejas.
Ermelinda rezó, sollozó, dijo cosas entrecortadas, se calmó
tras unos minutos de cierta inquietud, se puso de pie, sacó del bolso del
mandil un rosario y una estampa de la Virgen Dolorosa y los pasó por el cuerpo
del Negrito, al tiempo que decía: ¡Santo Niño Jesús Negrito, tú nos darás paz y
salud, aquí y ahora!
.
José Manuel tuvo una extraña sensación: su madre, a la vez
que oraba como devota fiel, parecía dirigirse en otros términos al Negrito.
Tan confuso se
encontraba que no quiso corregir a su
madre lo de llamar Niño Jesús Negrito a lo que no era sino una imagen pequeñita
y oscura del patrono del santuario, San Tarsicio.
Y es que José Manuel, aunque las circunstancias le obligasen
a un receso de dos años, ya llevaba encima dos cursos de fallido postulante
dominico.
Fallido como en otras muchas cosas, porque un sí era un no
,y ya no sabía si los frailes le querían para sacerdote, para contable o para
sacristán.
El muchacho aún no había oído o leído nada sobre el
Sincretismo.
Sólo que su madre le había contado un par de veces una
historia extraña y pavorosa
Ocurrió antes de que naciese él, el benjamín, cuando su
madre y sus tres vástagos ya vivientes,
sentada en La Reguera de En medio con la hermana pequeña, la anterior a José Manuel en las rodillas, mientras el hermano y la hermana mayores jugueteaban
por el prado, había tenido una visión extraña y preocupante.
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